Cuando
se habla de política criminal, se habla de poder y se habla de cómo el Estado
decide quién debe ser perseguido penalmente, bajo qué criterios, con qué intensidad
y con qué propósito, y de acuerdo en este contexto, El Salvador y Costa Rica
representan dos caras de una moneda.
Una, está
endurecida por la represión sancionaría y el populismo penal; y la otra,
tensionada por la moderación legalista, pero no excusada de contradicciones.
Esta comparación no pretende caer en simplismos ni estereotipos, sino analizar
con mirada crítica y propositiva cómo se construyen las respuestas penales
frente a realidades sociales complejas, y qué enseñanzas podrían extraerse de
ambas experiencias.
El
Salvador, se podría decir que es un experimento autoritario de la "mano
dura", desde hace más de dos décadas, El Salvador ha transitado por
políticas de “mano dura” y “súper mano dura” como respuesta a la violencia
ejercida por pandillas; sin embargo, fue con el actual gobierno de Nayib Bukele
que esta política criminal dio un giro aún más extremo.
Un
Estado de excepción que ya ha superado los dos años de vigencia y que ha
permitido detenciones masivas, la suspensión de derechos fundamentales y la
militarización de barrios enteros, la estrategia que utiliza ha sido celebrada
por parte de la población salvadoreña, principalmente por la sensación de
seguridad inmediata que ha generado.
Pero
esta percepción se sostiene sobre un terreno peligrosamente inestable: el
debilitamiento de las garantías procesales, el acumulamiento de personas encarceladas
a un punto extremo, la represión indiscriminada y la opacidad institucional.
La
prisión preventiva se ha convertido prácticamente en regla, no hay excepción, según
organizaciones como Human Rights Watch y Cristosal, más de 80,000 personas han
sido detenidas desde el inicio del régimen de excepción, muchas sin orden
judicial ni pruebas claras, y con dificultades para acceder a defensa legal.
La
política criminal salvadoreña, lejos de diferenciar entre grados de
responsabilidad penal, ha optado por la lógica del enemigo: quien es
sospechoso, es culpable; quien es capturado, debe ser encerrado, y quien cuestiona
el sistema, es cómplice.
La
cárcel, entonces, no funciona como mecanismo de resocialización ni como último
recurso del sistema penal, sino como un instrumento de control político y
social. Esto, aunque haya reducido la violencia a corto plazo, plantea enormes
riesgos estructurales: ¿qué pasará cuando esas personas salgan? ¿Qué efectos
psicológicos, sociales y económicos deja la prisión masiva en comunidades ya
vulnerables? ¿Cómo se reinsertan decenas de miles de personas señaladas y sin
debido proceso?
Costa
Rica, por otro lado, ha intentado mantener un modelo de política criminal más
garantista, con un enfoque humanista del derecho penal, al menos en el plano
normativo, la Constitución Política, el Código Penal y el Código Procesal Penal
reflejan un respeto formal por los derechos humanos y por el principio de
intervención mínima.
A
diferencia de El Salvador, Costa Rica no ha vivido una crisis de violencia
estructural como la de las maras; sin embargo, si enfrenta sus propios retos:
el crecimiento del narcotráfico, el aumento del crimen organizado y la
sobrepoblación penitenciaria.
La
prisión preventiva, aunque regulada por principios de proporcionalidad y
necesidad, se utiliza en más de un 15% de los casos penales, y muchas veces se prolonga
de forma innecesaria, además, Costa Rica ha llegado a experimentar una
tendencia creciente hacia el poder disciplinario selectivo, especialmente en
temas de drogas. Las cárceles están saturadas, y los programas de reinserción
social son limitados o mal financiados y aunque aún no se ha llegado a los
extremos de El Salvador, hay una presión social y política por “mano dura”,
sobre todo en contextos electorales.
La Fiscalía
General y el Poder Judicial costarricense han defendido históricamente la
autonomía y el respeto al debido proceso, pero estas garantías se ven
erosionadas por la lentitud procesal, la falta de recursos y la desconfianza
ciudadana en la justicia. Hay una necesidad urgente de revisar la política
criminal no solo desde la óptica legal, sino también desde una perspectiva
integral: prevención, educación, justicia restaurativa y alternativas a la
prisión deben convertirse en pilares de una política pública coherente.
Dos
modelos en tensión: ¿cuál es el costo real?
La
comparación entre ambos países no puede limitarse a sus estadísticas de
criminalidad o número de personas presas, esto debe hacerse desde una perspectiva
ética, estructural y humana, El Salvador ha sacrificado garantías y libertades
fundamentales a cambio de una seguridad aparente, mientras Costa Rica mantiene
una fachada garantista que muchas veces no se cumple en la práctica. Ambos
modelos están en crisis, aunque por razones diferentes: uno por su autoritarismo
abierto; el otro, por su fragilidad institucional y falta de ejecución
efectiva.
Lo
que debería preocuparnos es que ambos países siguen considerando la prisión
como el centro de la política criminal, la persecución penal, en lugar de ser
racional y estratégica, responde a impulsos políticos, presiones mediáticas y
demandas inmediatas. En este contexto, la pregunta no es solo qué tanto castiga
un Estado, sino para qué castiga, a quién castiga y con qué resultados.
Hacia
una política criminal centrada en la dignidad humana
Es necesario
construir políticas criminales regionales que superen el paradigma carcelario,
esto no se trata de ser blandos con el crimen, sino de ser inteligentes y
justos. Una política criminal eficaz debe priorizar la prevención social, el
fortalecimiento del tejido comunitario, la educación y la inclusión laboral, la
cárcel debe ser el último recurso, no la primera respuesta.
Costa
Rica podría liderar este cambio si logra consolidar mecanismos de justicia
restaurativa, invertir en mediación comunitaria y transformar su sistema
penitenciario en uno orientado a la reinserción real. El Salvador, por su
parte, necesita regresar al Estado de derecho, desmilitarizar la seguridad
pública y reconstruir su sistema judicial desde los derechos humanos, el
populismo correctivo solo genera soluciones superficiales, pero deja heridas profundas.
Ambos
países tienen una oportunidad histórica: repensar su política criminal no desde
la venganza, sino desde la dignidad. No se trata de castigar más, sino de
castigar mejor —y, cuando sea posible, evitar castigar.
“Las fuerzas de seguridad salvadoreñas han cometido violaciones generalizadas de derechos humanos desde que, a finales de marzo, se adoptó el régimen de excepción… documenta detenciones arbitrarias masivas, torturas y otras formas de maltrato contra personas detenidas, desapariciones forzadas, muertes bajo custodia y procesos penales abusivos,” señalaron Human Rights Watch y Cristosal.
Referencias
Bibliográficas
El Salvador: Abusos generalizados durante el régimen
de excepción. (2022). https://www.hrw.org/es/news/2022/12/07/el-salvador-abusos-generalizados-durante-el-regimen-de-excepcion?utm_source
Hell
spilling over: Is Costa Rica’s preventive prison system in need of reform? (2016). The Tico Times. https://ticotimes.net/2016/08/09/preventive-prison?utm_source
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